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la escalera.
Pero aquellas sencillas palabras tenían un sentido
especia-lísimo, pues en ellas latía algo triste, que
todos sabían pero que nadie podía pronunciar.
El abuelo quitó cuidadosamente la
contraventana y se la llevó abajo. Mi abuela abrió la
ventana de par en par. En el jardín silbaban los
estorninos y piaban los gorriones; el aroma
embriagador de la tierra en deshielo invadió la
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.estancia, los azulejos azulados de la estufa
parecieron tornarse súbitamente más pálidos y, al
vemos, despertó en mí una sensación de frío. Salté
de la cama y di dos pasos por la habitación.
-¡No andes descalzo! -dijo mi abuela.
-Quiero ir al jardín.
-No, todavía no está seco; más vale que no
vayas.
Yo no le hice caso; estaba hastiado del mundo y
no quería ver a nadie.
En el jardín, la hierba echaba ya sus nuevas
agujas de verde claro, las hinchadas yemas de los
manzanos empezaban a reventar y el musgo dei
tejado de la Petrovna tenía un agradable lustre verde.
Por todas partes resonaba el pío-pío y el gorjeo
de los pájaros, y el hálito fresco y agradable de la
brisa me envolvió materialmente la cabeza. En el
hoyo en que se había tendido el tío Pedro, la grisácea
hierba de las estepas estaba aplastada por las masas
de nieve y ofrecía un aspecto feo y poco primaveral;
el hoyo, con sus vigas carbonizadas, tenía algo hostil,
repulsivo. Pero si lo despejara, si le quitara la hierba
seca, los restos de vigas y los Iadrillos rotos, ¿no me
ofrecería un magnifico escondiste donde podría
retirarme cuando me molestaran las personas
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mayores? Esta idea se impuso tan vivamente a mi
espíritu, que pasé inmediatamente a su ejecución y
empecé por arrancar la hierba.
Había encontrado algo que me apartaba de lo
que ocurría en la casa, y cuando con más celo
trabajaba en la realización de mi proyecto, más iba
relegando a segundo término todo lo demás.
-Dime, ¿qué te pasa, que tienes esa cara tan
atravesada? -me preguntó mi madre, y también mi
abuela me hizo preguntas parecidas.
Yo no estaba enfadado con ellas, ni mucho
menos; pero contemplaba todo lo que ocurría a mi
alrededor como algo extraño, que no me ofrecía ya
ningún interés. Por entonces, la vieja de verde
visitaba con frecuencia a mis abuelos. Tenía los ojos
como sujetos a la cara con hilos invisibles y parecía
que iban a saltársele de las órbitas; miraban inquietos
a todos lados, lo veían y reparaban en todo, se
alzaban al techo cuando hablaba de Dios y volvían a
hundirse en los carrillos cuando se discurría de cosas
domésticas. Las cejas parecían de salvado y pegadas
no se sabía cómo. Sus dientes, blancos y desnudos,
destrozaban todo lo que llevaba a la boca la mano
cómicamente arqueada, con el meñique saliente; en
la región de las orejas se movían, cuando masticaba,
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dos pequeñas bolas óseas, las orejas se meneaban a
compás y hasta los pelos verdes de la verruga se
balanceaban como si se dispusieran a pasearse por la
piel amarilla, rugosa y dé repugnante limpieza.
Producía, en general, la misma impresión de
minucioso aseo que su hijo, y daba materialmente
miedo tocarlos a ambos. En los primeros días, ponía
siempre sobre mis labios su fría y huesuda mano, de
la que emanaba un olor a jabón amarillo de Kasán y
a in-cienso, y yo volvía la cara cuando me la acercaba
a la nariz.
-Este chico necesita, indispensablemente, una
educación muy severa, ¿comprendes, Yevguenü? -
solía decirle con frecuencia a su hijo.
Este inclinaba obedientemente la cabeza y en
silencio enarcaba el ceño, pues todo el mundo
parecía enarcarlo en presencia de aquella verde
anciana.
Yo sentía contra ella y contra su hijo un odio
ardiente, que me valió muchos golpes.
Una vez, a la hora de comer, me dijo, abriendo
los ojos de un modo fantástico:
-¡Vamos a ver, querido Alioska! ¿Por qué comes
tan de prisa y a bocados tan grandes? Te vas a
atragantar, hijo mío.
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Me quité de la boca el bocado que estaba
mascando, lo pinché con el tenedor y se lo alargué.
-Ahí lo tiene usted, si es que le da pena.
Mi madre me arrancó de la mesa, y entre
insultos y vitu- perios me enviaron a la buhardilla.
La abuela subió a verme, estremeciéndose de risa y
dijo, tapándose la boca con la mano:
-¡Señor, Señorl ¡Qué descarado eres! ¡Jesucristo
sea contigo!
No me gustó que se tapara la boca, y salí
huyendo de ella; trepé al tejado de la casa y estuve
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