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más y más afanes, sin respirar ni holgar un rato, en el día menos pensa-
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Los Egipcios habían logrado con la fuerza de la costumbre, que en una
sociedad bien constituída tiene dominio absoluto, contener y limitar a la
suprema autoridad, por más que la corona fuese hereditaria, recayendo en los
raros casos de elección en un oficial de mérito o en un sacerdote virtuoso. La
conducta trazada al monarca era arregladísima; el uso apartaba de él todas las
personas bajas y vulgares, dándole por criados jóvenes nobles educados con
esmero; repartía sus horas entre el despacho de los negocios, el sacrificio
diario, un breve rcreo, una mesa moderada y en oir la lectura de las
instrucciones de los libros sagrados, y un elogio de sus diarias acciones si lo
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do se halla con la cabeza trastornada, o paralítico por un ataque de
apoplejía. Por estos principios, pues, me gobierno, tomando con dis-
creción la fatiga y el descanso.» Así respondió y satisfizo a sus ami-
gos.
CLXXIV. Es fama también que Amasis, siendo particular todavía,
como joven amigo de diversiones y convites, y enemigo de toda ocupa-
ción seria y provechosa, cuando por entre agotársele el oro no tenía con
que entregarse a la crápula entre sus copas y camaradas, solía rondando
de noche acudir a la rapacidad y ligereza de sus manos141. Sucedía que
negando firmemente los robos de que algunos le acusaban, era citado y
traído delante de sus oráculos, muchos de los cuales le condenaron
como ladrón, al paso que otros le dieron por inocente. Y es notable la
conducta que cuando rey observó con dichos oráculos: ninguno de los
dioses que le habían absuelto mereció jamás que cuidase de sus tem-
plos, que los adornara con ofrenda alguna, ni que en ellos una sola vez
sacrificase, pues por tener oráculos tan falsos y mentirosos no se le
debía respeto y atención; y por el contrario se esmeró mucho con los
oráculos que le habían declarado por ladrón, mirándolos como santua-
rios de verdaderos dioses, pues tan veraces eran en sus respuestas y
declaraciones.
CLXXV. En honor de Minerva edificó Amasis en Sais unos propí-
leos tan admirables, que así en lo vasto y elevado de la fábrica como en
el tamaño de las piedras y calidad de los mármoles, sobrepujó a los
demás reyes: además levantó allí mismo unas estatuas agigantadas y
merecía, y en fin, nada le consentían hacer contrario a las leyes y costumbres
del Egipto.
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Aunque las leyes egipcias prohibían el hurto, como se ve por este pasaje y
por la historia referida en el pár. CXXI de este libro, señalaban un magistrado
con el nombre de Archiladron, quien tomaba por escrito los nombres de los que
quisiesen profesar tal oficio, y les obligaba apresentarle sus hurtos; y ante él
acudían los dueños de lo robado, que lo recobraban dejando una cuarta parte
de su valor en beneficio del ladón. Sin defender esta economía como remedio
de mayores males, diré que no era cosa contraria a la ley natural, pues la
potestad suprema puede moderar el dominio privado de cada uno con ciertas
cargas y condiciones a que puede obligarlos.
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unas descomunales androsfinges142. Para reparar los demás edificios
mandó traer otras piedras de extraordinaria magnitud, acarradas unas
desde la cantera vecina a Memfis y otras de enorme mole traídas desde
Elefantina, ciudad distante de Sais veinte días de navegación. Otra cosa
hizo también que no me causa menos admiración, o por mejor decir, la
aumenta considerablemente. Desde Elefantina hizo trasladar una casa
entera de una sola pieza: Tres años se necesitaron para traerla y dos mil
conductores encargados de la maniobra, todos pilotos de profesión.
Esta casa monolitha, es decir, de una piedra, tiene 21 codos de largo, 14
de ancho y ocho de alto por la parte exterior, y por la interior su longi-
tud es de 18 codos y 20 dedos, su anchura de 12 codos y de cinco su
altura. Hállase esta pieza en la entrada misma del templo, pues, según
dicen, no acabaron de arrastrarla allá dentro, porque el arquitecto,
oprimido de tanta fatiga y quebrantado con el largo tiempo empleado
en la maniobra prorrumpió allí en gran gemido, como de quien desfa-
llece, lo cual advirtiendo Amasis no consintió la arrastraran más allá
del sitio en que se hallaba; aunque no falta quienes pretenden que el
motivo de no haber sido llevada hasta dentro del templo fue por haber
quedado oprimido bajo la piedra uno de los que la movían con palan-
cas.
CLXXVI. En todos los demás templos de consideración dedicó
también Amasis otros grandiosos monumentos dignos de ser vistos.
Entre ellos colocó en Memfis, delante del templo de Vulcano, un colo-
so recostado de 75 pies de largo, y en su misma base hizo erigir a cada
lado otros dos colosos de mármol etiópico143 de 20 pies de altura. Otro
de mármol hay en Sais, igualmente grande y tendido boca arriba del
mismo modo que el coloso de Memfis mencionado. Amasis fue tam-
bién el que hizo en Memfis construir un templo a Isis, monumento
realmente magnífico y hermoso.
CLXXVII. Es fama que en el reinado de Amasis fue cuando el
Egipto, así por el beneficio que sus campos deben al río, como por la
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Esfinges con rostro de hombre.
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abundancia que deben los hombres a sus campos, se vio en el estado
más opulento y floreciente en que jamás se hubiese hallado, llegando
sus ciudades al número de 20.000144, todas habitadas. Amasis es mira-
do entre los Egipcios como el autor de la ley que obligaba a cada uno
en particular a que en presencia de su respectivo Nomarca, o prefecto
de provincia, declarase cada año su modo de vivir y oficio, so pena de
muerte al que no lo declaraba o no lo mostraba justo y legítimo; ley
que, adoptándola de los Egipcios, impuso Solon ateniense a sus ciuda-
danos, y que siendo en sí muy loable y justificada es mantenida por
aquel pueblo en todo su vigor.
CLXXVIII. Como sincero amigo de los Griegos no se contentó
Amasis con hacer muchas mercedes a algunos individuos de esta na-
ción, sino que concedió a todos los que quisieran pasar al Egipto la
ciudad de Naucratis para que fijasen el ella si su establecimiento, y a
los que rehusaran asentar allí su morada les señaló el lugar donde le-
vantaran a sus dioses aras y templos, de los cuales el que llaman el
Helénico es sin disputa el más famoso, grande y frecuentado. Las ciu-
dades que, cada cual por su parte, concurrieron a la fábrica de este
monumento fueron: entre las jonias, las de Chio, la de Teo, la de Focea
y las de Clazomene; entre las dóricas, las de Rodas, Cnido, Halicarnaso
y Faselida, y entre las Eolias únicamente la de Mitilene. Estas ciudades,
a las cuales pertenece el helénico, son las que nombran los presidentes
de aquel emporio, o directores de su comercio145, pues las demás que
pretenden tener parte en el templo solicitan un derecho que de ningún
modo les compete. Otras ciudades erigieron allí mismo templos parti-
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Se estimaba en más el mármol etiópico negro o variado, por lo fuerte de la
piedra, o quizá solo por ser extranjero.
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Diodoro refiere que las ciudades y pueblos grandes del Egipto antiguamnete
subían a 18.000, en tiempo de Filadelfo a 20.000, siendo entonces de siete
millones. Y no es de admirar, si es verdad que un niño no costase a sus padres
más que 20 dracmas hasta la edad varonil, pues la población crece con la
abundancia de víveres.
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Equivalen a los que llamamos cónsules al presente, pues cada nación, y aun
a veces una ciudad, tenían al parecer su compañía de comercio.
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