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sangrar. No puede haber virtud sin gallardía; no la demuestra quien
esquiva con temblorosos alejamientos la batalla por tantos años ofreci-
da a su dignidad. Ese acoquinamiento no es, por cierto, el clásico valor
gauchesco de los coroneles americanos; ni se parece al -esto del león
agazapado para pegar mejor el salto. Ellos vagamundean con el "don
de espera del batracio oportunista", de que habla Ramos Mejía. El
hombre digno puede enmudecer cuando recibe una herida, temiendo
acaso que su desdén exceda a la ofensa; pero llega su sentencia, y llega
en estilo nunca usado para adular ni para pedir, más hiriente que cien
espadas. Cada verbo es una flecha cuyo alcance finca en la elasticidad
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del arco: la tensión moral de la dignidad. Y el tiempo no borra una
sílaba de lo que así se habla.
Los arquetipos suelen interrumpir sus humillados silencios con
innocuas pirotecnias verbales; de tarde en tarde los cómplices pregonan
alguna misteriosa lucubración tar-tamudeada, o no, ante asambleas que
ciertamente no la escucharon. Ellos no atinan a sostener la reputación
con que los exornan: desertan el Parlamento el día mismo en que los
eligen, como si temieran ponerse en descubierto y comprometer a los
empresarios de su fama.
Complétase la inflazón de estos aerostatos confiándoles subalter-
nas diplomacias de festival, en cuya aparatosidad suntuaria pavonean
sus huecas vanidades. Sus cómplices adivínanles algún talento diplo-
mático o perspicacia internacionalista, hasta complicarles en lustrosas
canonjías donde se apagan en tibias penumbras, junto al resplandecer
de sus colaboradores más antiguos. Nunca desalentadas, las oligarquías
siguen mimando a estos engendros, con la esperanza de que acertarán
un golpe en el clavo después de afirmar cien en la herradura. Ungidos
emisarios ante una nación hermana, su casuística de sacristía envenena
hondos afectos, como si por arte de encantamiento germinaran cizañas
inextinguibles en los corazones de los pueblos.
Archiveros y papelistas se confabulan para encelar el fervor de
los ingenuos y captar la confianza de los rutinarios. Plutarquillos bien
rentados transforman en miel su acíbar, quintaesenciando en alabanzas
sus vinagres más crónicos, como si hipotecaran su ingenio descontando
prebendas futuras. Rellenan con vanos artilugios la oquedad del tonto,
sin sospechar la insuficiencia de la tramoya. Ni el pavo parece águila ni
corcel la nula: se les reconoce al pasar, viendo su moco eréctil u oyen-
do el chacoloteo de su herradura.
Su gravitación negativa seduce a los caracteres domesticados: no
piensan, no roban, no oprimen, no sueñan, no asesinan, no faltan a
misa, ¿qué más? Cuando las facciones forjan al Fénix, lo encumbran
como su símbolo perfecto. Poseen cosméticos para sus fisonomías
arrugadas: la grandílocua rancidez de programas a cuyo pie buscaríase
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de inmediato la firma de Bertoldo, si los vastos soponcios no traslucie-
ran prudentes reticencias de Tartufo. Es preferible que estén cuajados
de vulgaridades y escritos en pésimo estilo; gustan más a la clientela.
Un programa abstracto es perfecto: parece idealista y no lastima las
ideas que cree tener cada cómplice. De cada cien, noventa y nueve
mienten lo mismo: la grandeza del país, los sagrados principios demo-
cráticos, los intereses del pueblo, los derechos del ciudadano, la mora-
lidad administrativa. Todo ello, si no es desvergüenza consuetudinaria,
resulta de una tontería enternecedora: simula decir mucho y no signifi-
ca nada. El miedo a las ideas concretas ocúltase bajo el antifaz de las
vaguedades cívicas.
No se avergüenzan de escalar el poder a horcajadas sobre la ig-
nominia. Obtemperan a toda villanía que converja a su objeto: cuando
hablan de civismo su aliento apesta al pantano originario. Su moral
encubre el vicio, por el simple hecho de usufructuarlo. Empujados por
torcidos caminos, siguen sembrando en los mismos surcos. Para apro-
vechar a los indignos han tenido que humillárseles mansamente; los
honores que no se conquistan hay que pagarlos con abajamientos. "No
puede ser virtuoso el engendrado en un vientre impuro", dicen las
Escrituras; los que se encumbran cerrando los ojos e implicándose en
mañas de estercolero, sufriendo los manoseos de los majagranzas,
mintiéndose a sí mismos para hartar la acucia de toda una vida, no
pueden redimirse del pecado original aunque, Faustos insubordinados,
pretendan escapar al maleficio de sus Mefistófeles.
El pueblo los ignora; está separado de ellos por el celo de las fac-
ciones. Para prevenirse de achaques indiscretos retráense de la circula-
ción: como si de cerca no resistieran al cateo elle los curiosos.
Mantiénense ajenos a todo estremecimiento de raza. En ciertas horas
las turbas pueden ser sus cómplices: el pueblo nunca. No podría serlo;
en las mediocracias desaparece. Diríase que consiente porque no exis-
te, substituido por cohortes que medran.
Depositarios del alma de las naciones, los pueblos son entidades
espirituales inconfundibles con los partidos. No basta ser multitud para
ser pueblo: no lo sería la unanimidad de los servilos.
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El pueblo encarna la conciencia misma de los destinos futuros de
una nación o de una raza. Aparece en los países que un ideal convierte
en naciones y reside en la convergencia moral de los que sienten la
patria más alta que las oligarquías y las sectas. El pueblo -antítesis de
todos los partidos- no se cuenta por números. Está donde un solo hom-
bre no se complica en el abellacamiento común; frente a las huestes [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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