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palabras significaban:
-�Fuego graneado!
Y no le quedaba hueso sano a ese otro.
El Arcipreste no era de los que menos murmuraban. �l le hab�a
puesto el apodo que llevaba sin saberlo, como una maza, al se�or
Arcediano don Restituto Mourelo. En el cabildo nadie le llamaba
Mourelo, ni Arcediano, sino Glocester. Era un poco torcido del
hombro derecho don Restituto -por lo dem�s buen mozo, casi tan
alto como el pariente del ministro-, y como este defecto incurable
era un obst�culo a las pretensiones de gallard�a que siempre hab�a
alimentado, discurrió hacer de tripas corazón, como se dice, o sea
sacar partido, en calidad de gracia, de aquella tacha con que
estaba se�alado. En vez de disimularlo subrayaba el vicio
corporal torci�ndose m�s y m�s hacia la derecha, inclin�ndose
como un sauce llorón. Resultaba de aquella extra�a postura que
parec�a Mourelo un hombre en perpetuo acecho, adelant�ndose a
los rumores, avanzada de s� mismo para saber noticias, cazar
intenciones y hasta escuchar por los agujeros de las cerraduras.
Encontraba el Arcediano, sin haber le�do a Darwin, cierta
misteriosa y acaso cabal�stica relación entre aquella manera de F
que figuraba su cuerpo y la sagacidad, la astucia, el disimulo, la
malicia discreta y hasta el maquiavelismo canónico que era lo que
m�s le importaba. Cre�a que su sonrisa, un poco copiada de la que
usaba el Magistral, enga�aba al mundo entero. S�, era cierto que
don Restituto disfrutaba de dos caras: iba con los de la feria y
volv�a con los del mercado; disimulaba la envidia con una
amabilidad pegajosa y fing�a un aturdimiento en que no incurr�a
nunca.
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Leopoldo Alas, �Clar�n�
-Pero -dec�a el Arcipreste-, ni su amabilidad enga�a a todos, ni
aunque sea un redomado vividor es tan Maquiavelo como �l
supone.
Hablaba, siempre que pod�a, al o�do del interlocutor, gui�aba
los ojos alternativamente, gustaba de frases de segunda y hasta
tercera intención, como cubiletes de prestidigitador, y era un
hipócrita que fing�a ciertos descuidos en las formas del culto
externo, para que su piedad pareciese espont�nea y sencilla. Todo
se volv�a secretos. Dec�a �l que abr�a el corazón por �nica vez al
primero que quer�a o�rle.
-Por la boca muere el pez, ya lo s�. No soy yo de los que
olvidan que en boca cerrada no entran moscas; pero con usted no
tengo inconveniente en ser expl�cito y franco, acaso por la
primera vez en mi vida. Pues bien, oiga usted el secreto.
Y lo dec�a. Hablaba en voz baja, con misterio. Entraba en la
sacrist�a muchas veces diciendo de modo que apenas se le o�a:
-�Buen tiempo tenemos, se�ores! �Mucho dure!
Ripamil�n, que a�os atr�s iba de tapadillo al teatro alguna rara
vez, escondi�ndose en las sombras de una platea de proscenio o
sea bolsa, vio una noche el drama titulado: Los hijos de Eduardo,
arreglado por Bretón de los Herreros, y en cuanto salió a escena
Glocester, el Regente jorobado y torcido y lleno de malicias,
exclamó:
-�Ah� est� el Arcediano!
La frase hizo fortuna y Glocester fue en adelante don Restituto
Mourelo para toda Vetusta ilustrada. All� estaba, oyendo con
fingida complacencia los chistes picarescos del Arcipreste, cuya
lengua tem�a, presente y ausente. Cuando don Cayetano volv�a la
espalda, pues hablaba girando con frecuencia sobre los talones,
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La Regenta
Glocester gui�aba un ojo al De�n y barrenaba con un dedo la
frente. Quer�a aludir a la locura del poeta bucólico. El cual
continuaba diciendo:
-No se�ores, no hablo a humo de pajas; yo s� la vida que
llevaba esta se�ora viuda en la corte, porque era muy amiga del
c�lebre obispo de Nauplia, a quien yo trat� all� con gran
intimidad. En una fonda de la calle del Arenal tuve ocasión de
conocer bien a esa Obdulia, a quien antes apenas saludaba aqu�, a
pesar de que �ramos contertulios en casa del Marqu�s de
Vegallana. Ahora somos grandes amigos. Es epicurista. No cree
en el sexto.
Hubo una carcajada general. Sólo el Provisor se contentó con
sonre�r, inclinarse y poner cara de santo que sufre por amor de
Dios el esc�ndalo de los o�dos. El Arcediano rió sin ganas.
La historia de Obdulia Fandi�o profanó el recinto de la
sacrist�a, como poco antes lo profanaran su risa, su traje y sus
perfumes.
El Arcipreste narraba las aventuras de la dama como lo hubiera
hecho Marcial, salvo el lat�n.
-Se�ores, a m� me ha dicho Joaquinito Orgaz que los vestidos
que luce en el Espolón esa se�ora...
-Son bien escandalosos... -dijo el De�n.
-Pero muy ricos -observó el pariente del ministro.
-Y muchos; nunca lleva el mismo; cada d�a un perifollo nuevo
-a�adió el Arcediano-; y no s� de dónde los saca, porque ella no
es rica; a pesar de sus pretensiones de noble, ni lo es ni tiene m�s
que una renta miserable y una viudedad irrisoria...
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